El giro hacia el pasado. Reflexiones sobre su naturaleza e impactos

The turn towards the past. Reflections on its nature and impact

Jefferson Jaramillo Marín1


1Sociólogo y Magíster en Filosofía Política de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Profesor del Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales, Flacso, México. Becario del Conacyt. Correo-e: jefferson.jaramillo@javeriana.edu.co jefferson.jaramillo@flacso.edu.mx

Artículo recibido el 8 de marzo de 2010 y aprobado el 28 de abril de 2011


Resumen

Las ciencias sociales han experimentado, desde mediados del siglo XX, varios giros epistemológicos, culturales y políticos en la forma de producir el conocimiento social. Sin lugar a dudas, los de mayor impacto han sido el "giro lingüístico" y el "giro cultural". En este artículo reflexionamos, sin embargo, sobre el "giro hacia el pasado" que ocurre en el último cuarto del siglo XX. Éste giro repercute en el procesamiento y trámite del pasado, además de situar en la escena pública una preocupación cultural y política por el recuerdo, el olvido y la memoria en las sociedades occidentales.

Palabras clave: Estudios sociales de la memoria, memoria e historia, sociología de la memoria, políticas de la memoria.


Abstract

The social sciences have experienced since the mid-twentieth century several turns epistemological, cultural and political in way to produce social knowledge. Undoubtedly, the most impact was the "linguistic turn" and the "cultural turn". In this article we reflect, however, about the "turn toward the past" that occurs in the last quarter of the twentieth century. This turn affects the processed and handling of the past as well as placing on the public stage a special cultural and political concern by remembrance, forgetfulness and memory in Western societies.

Keywords: Social studies of memory, memory and history, sociology of memory, politics of memory.


Introducción

Dos grandes giros teóricos y metodológicos ocurren a mediados del siglo XX en las ciencias sociales: el lingüístico y el cultural. Tres dimensiones los caracterizan. En primer lugar, una crisis de representación, que erosionó la noción clásica de sujeto-objeto y las formas convencionales de esta relación. En segundo lugar, una crisis de legitimidad que cuestionó el estatuto científico de lo social y posicionó la emergencia de reflexiones innovadoras sobre el lenguaje y la cultura, las cuales tuvieron impactos serios sobre la representación de lo social y la producción de la escritura para el científico social. Finalmente, una crisis de la práctica de las ciencias sociales, expresada en un debate epistemológico y político que colocó en cuestión el sujeto de conocimiento y la relación que él establece con los otros sujetos y con los contextos sociales en que se encuentran inmersos (Cfr. Denzin, 1997; Marcus y Fisher, 2000; Vera y Jaramillo, 2007).

A estos reconocidos giros postmodernos, con sus enormes consecuencias hasta el día de hoy en la producción de conocimiento social, debemos agregar uno nuevo, propio del último cuarto del siglo XX: el "giro hacia el pasado". Este giro ha repercutido en la producción del conocimiento histórico, específicamente, en las maneras cómo se venía abordando el presente y el pasado y la consecuente relación del investigador social con ambos. De otra parte, va a poner de relieve la importancia del recuerdo y el olvido en la escena pública, a través de una especial preocupación cultural y política por la memoria en las sociedades occidentales (cfr. Huyssen, 2002).

Este breve ensayo busca dar cuenta de esta preocupación, preguntándose por ¿cuál fue el contexto intelectual y social en el que ocurrió dicho giro?, ¿cuáles fueron sus principales características?, ¿cuáles han sido sus implicaciones para las sociedades occidentales donde se experimentó con mayor intensidad?, ¿qué rol han jugado la memoria y la historia en ese ámbito? y, finalmente, ¿qué nos dice a nosotros los latinoamericanos con pasados y presentes sociales violentos no debidamente tramitados?

El contexto político e intelectual de los giros postmodernos

A mediados de los años setenta del siglo XX, la ciencia social experimenta una consciencia de crisis sobre sus fundamentos epistemológicos, sus alcances políticos y su eficacia social en un mundo que la desborda. Esta consciencia pasa por el reconocimiento de la ruptura de las fronteras y los autismos disciplinares, la visibilización de formas más refinadas de dominio y control institucional y la crisis de la teoría de la modernización, cuyo principal referente ideológico es Parsons. La crisis se manifesta de varias formas. De una parte, adquieren protagonismo las llamadas teorías del conflicto que contravienen los supuestos básicos del funcionalismo sociológico, antropológico y jurídico2. De otra, se nota el infujo de las microsociologías que se especializan en el carácter proteico e impresionista de la vida social. En el plano político y social, la creencia modernizadora de que tras el proceso de industrialización habría un desarrollo institucional sin igual, producto de la implantación del desarrollo económico capitalista, resulta contrafáctica (Alexander, 2000; Wallerstein, 2003; 2006). La ciencia social de entonces se muestra incapaz de anticipar y aceptar los procesos sociales y los cambios culturales que reconfiguran el mundo de la posguerra.

Los movimientos nacionales negros y chicanos, las rebeliones indígenas, los movimientos juveniles, los procesos migratorios a gran escala, de población proveniente de las antiguas colonias, la exacerbación de las nacionalidades y de las identidades locales, el aforamiento de las huellas del pasado colonizador, la globalización económica y cultural, el desarrollo del capitalismo tardío y las crisis políticas internas en varios continentes desbordan los alcances explicativos de la teoría de la modernización. Todos esos cambios capturan, desde luego, la imaginación ideológica de muchos intelectuales de diversas tendencias. Una imagen potente que describe esta escena de transformaciones se la debemos a Marshall Berman, en su popular libro Todo lo sólido se desvanece en el aire (1989), cuando menciona que el «modernismo se toma las calles».

Pero esta conciencia de crisis es también una experiencia de transformación para generaciones, que terminan rebeladas contra el racionalismo estructural y determinista y, por supuesto, contra el individualismo capitalista. Será también el antecedente de la emergencia de todo un programa teórico conocido como postmodernismo. Este episodio va a representar para unos un movimiento intelectual novedoso, liderado en su mayoría por franceses y norteamericanos, entre ellos, Jean Francois Lyotard, Jacques Derrida, Michel Foucault, Fredric Jameson y David Harvey. Para otros, no es más que un escenario académico de relativización cognitiva y cultural que contribuyó a generar más confusión y "charlatanismo intelectual" (Sokal y Bricmont, 1999; Sokal, 2009). Algunos llegarán a considerarlo sólo una moda perversa, impuesta desde los escritorios de pensadores escépticos, al mejor estilo de una declaración autobiográfica de un sector de la intelectualidad occidental traumatizada por los fracasos del socialismo real [...] que no se preocupó por verificar sus proposiciones, [...] jugando así con el impresionismo y la exageración" (cfr. De la Garza et al, 2008, p. 11; Callinicos, 1998).

Movimiento intelectual, encanto teórico, sensibilidad epistemológica de ruptura o moda perversa, lo cierto es que cierta dosis de postmodernismo contribuyó decididamente a la eclosión de algunos de los autores y perspectivas críticas más relevantes para el pensamiento social y cultural contemporáneo, del último cuarto de siglo XX. Sus consecuencias han sido significativas para toda una generación crítica de la consolidación del capitalismo, la difusión de las industrias culturales globales, el auge de políticas conservadoras y la inversión bélica sin precedentes contra el "terrorismo global". Con el postmodernismo devienen también unos giros culturales y políticos, que no solo erosionan de forma radical la teoría de la modernización, sino también la forma como se pensó y procesó teóricamente la noción de modernidad. Especialmente, una modernidad caracterizada por la expansión de unas formas de vida socialmente construidas alrededor del capitalismo industrial y un proyecto cultural y político definido sobre la base de estados nacionales, benefactores y clases sociales que dotaron a los individuos de seguridades biográficas y ontológicas. Estos giros son un síntoma de la erosión paulatina de una cosmovisión del mundo social, al romperse y deshacerse los fundamentos mismos de esas seguridades, es decir, los vínculos institucionales fuertes que ayudaron a tejer los estados nacionales benefactores, la clase social o la política. No en vano, se concibe hoy desde la sociología, que la modernidad entra en una fase de reflexividad de sus fundamentos. No en vano, Ulrich Beck (1998), Zygmunt Bauman (2000, 2005), Richard Sennet (2006) y Anthony Giddens (2004) realizan desde sus aportes teóricos, un balance crítico de la misma proponiendo un "inventario de sus ganancias y pérdidas" (Bauman, 2005, p. 358).

En un contexto así no solo se cuestiona la teoría como totalidad, el intelectual además se torna sensible frente a la imposibilidad de una gran teoría. Tras la segunda guerra mundial Karl Popper, en su obra titulada La miseria del historicismo (1961), representa precisamente ese pensador preocupado reflexivamente por las tendencias del conocimiento que conciben la realidad como producto de estructuras históricas objetivas, que determinaban la acción de los sujetos. Al plantear su popular tesis de que la ciencia avanza refutando ideas, pero bajo un ejercicio de validación intersubjetiva, el autor le hace frente al historicismo impugnando sus principales bases. Sugiere entonces que cada momento de la historia es nuevo y cada agente tiene una función decisiva en la construcción social. Sin preverlo del todo, Popper sitúa un asunto epistemológicamente notorio para el momento y con hondas repercusiones posteriores: entender la realidad, ya no como un objeto distante, carente de vida, sino como compuesta por sujetos que dotan de sentido su accionar y el de los demás. Esa labor sería emprendida tempranamente desde la sociología, por la fenomenología y el interaccionismo. Luego sería retomada por la teoría fundamentada y el constructivismo. Todos ellos, imbuidos por el clima de época, transitarán de modelos explicativos de la sociedad, basados en el orden objetivo y el cambio estructural, a esquemas interpretativos de lo social, orientados hacia la comprensión, la comunicación intersubjetiva y procesos de enmarcación de sentido y significación, cuya influencia ha sido decisiva hasta el día de hoy en la teoría social.

Los problemas planteados por esos giros culturales, políticos y epistemológicos que apelaron a nuevas formas de ver el mundo, así como la lectura crítica de los mecanismos de dominación inscritos en las prácticas discursivas y las relaciones de poder asociadas a ellas, influyeron sin duda alguna en la ciencia social contemporánea, a la vez que plantearon temáticas que hoy en día nos ocupan. Uno de esos asuntos fue precisamente el cuestionamiento de las formas de representación y legitimación del mundo social, es decir, cómo los antropólogos, sociólogos, e historiadores se las ingeniaban para dar cuenta de una realidad difusa, que se deshace a los ojos del observador y también del sujeto observado; una realidad que requiere ser penetrada hermenéuticamente, con nuevos géneros literarios y no sólo a través de una ciencia experimental en busca de leyes; una realidad que acelera la crisis de inteligibilidad de los relatos sociales e históricos (cfr. Cliford, 1991; Cliford y Marcus, 1986; Fisher y Marcus, 2000; Hunt y Bonnel, 1999; Geertz, 2000; Rabinow, 1991; Taussig, 1995). Otra de estas cuestiones sería precisamente el giro intelectual y cultural hacia el pasado. Este tipo de giro pasará por reconocer el sentido cultural y político del recuerdo, la necesidad histórica de la rememoración en naciones cuyas culpas y deudas históricas no se saldaron adecuadamente y el deber de memoria para diversos sectores subalternos. Éste momento estará ligado a un posicionamiento de reflexiones de diverso cuño sobre la construcción del tiempo social y la historización de las memorias. A continuación, trataremos de dar cuenta de este nuevo espíritu de época y de las características del giro operado.

Las características del giro hacia el pasado

En un contexto de exacerbación de crisis de la teoría, de protagonismo de las economías de consumo y de colonización de los espacios y la vida privada, los giros postmodernistas replantearán preguntas fundamentales sobre la naturaleza de la historia y la modernidad. Quiérase o no, desde diferentes perspectivas y por supuesto con llanuras, depresiones y picos conceptuales como toda la producción social del siglo XX, estos giros fueron capaces de articular una historia de las ideas, y unas epistemologías disruptivas que dieran cuenta del carácter contingente de la experiencia humana y sus instituciones. Aún así, retoman problemas de la tradición y del pasado para leer el presente, asumiendo críticamente la cuestión del sujeto como constructor de la historia, la de-construcción del proyecto moderno ilustrado en tanto proyecto universal, el cuestionamiento radical al capitalismo como única alternativa económica y el develamiento de lo que encubren las formas culturales vigentes.

Esto tiene repercusiones a mediados y finales del siglo XX en la forma de producir conocimiento social y en la emergencia de eso que aquí denominamos giro hacia el pasado. La historia objetivada comienza a ser permeada por la contingencia de la narración histórica y la discusión sobre el estatus epistemológico de la verdad histórica es alimentada por un debate entre las visiones más radicales, las retoricistas o narrativistas, sostenidas por Hayden White (1992), y las más moderadas, que, aún compartiendo la crisis del dogma histórico, serán críticas de la reducción de la historia a una mera ilusión narrativa. Aquí destacarán Paul Ricoeur (2004), Carlo Ginzburg (1991) y Saúl Friedlander (1992). En este escenario muchos historiadores cuestionarán el estatuto epistemológico de la verdad histórica, pero serán cautos con el desprendimiento de la retórica de la historia de la positividad de los hechos. Especialmente porque se puede terminar abusando de la relatividad histórica en la recuperación del pasado, haciendo ideológicamente admisible cualquier relato sobre el pasado y encubriendo con ello formas de dominación (cfr. Gómez - Muller, 2008).

Aún así, la crisis epistemológica de la historia, se enmarca desde los años sesenta, en la gran crisis de certidumbre que pone en evidencia la disolución del monopolio de la verdad de la ciencia (Beck, 1998, p. 217), especialmente aquella que se encarna en las grandes narrativas del estructuralismo, el marxismo, el funcionalismo y el positivismo, inmersas en categorías rígidas y estrechas sobre la sociedad. En esa gran crisis, el giro hacia el pasado surge signado por la desconfianza, la sospecha y la crisis ante los grandes metarrelatos culturales y teóricos propios de un modernismo futurista y de una modernidad con pretensiones homogeneizantes y universalistas. Si bien, inicialmente es un giro cultural que emerge bajo la impronta de una reelectura del pasado y de la tradición, poco a poco va tornándose también en un giro político, porque no se trata de recuperar el sentido de cualquier pasado, sino de pasados silenciados y ocultos hegemónicamente. Se trata de recuperar en las micro historias, en las historias desde abajo, en los relatos locales, las huellas de culpas históricas. A la crisis política y económica de la modernización y de la modernidad sólida, se suma entonces la explosión de las deudas históricas de naciones como la francesa, la alemana y la inglesa, cuyo pasado no es tan cándido como se hacía creer en sus relatos nacionales y donde la explotación, la esclavitud, el abuso y el exterminio sistemáticos con el otro comienzan a ser develados radicalmente.

Una de las consecuencias más sentidas de este giro será la recodificación del sentido de la colonización europea en África y Asia. Ello llevará al europeo a preguntarse: ¿cómo se construyó al otro-exótico?, ¿cómo se leyó y legitimó el pasado colonial?, ¿cómo se edificó la arquitectura conceptual de disciplinas como la antropología y la historia? Este giro va a tener una fuerte influencia sobre la disciplina histórica, en particular en Francia, en donde la recuperación del pasado va a unida a las interrogaciones sobre la nación, a las crisis de las identidades nacionales, a un reexamen de ciertos episodios del pasado nacional francés pasados que habían estado ocultos o incompletamente historizados (como el período de Vichy o la guerra de Argelia) (Allier, 2008b, p.182).

Sin embargo, uno de los acontecimientos que tuvo mayor fuerza en esa reelectura es, sin lugar a dudas, el holocausto. A partir de los años ochenta, cómo reconoce el crítico literario Andreas Huyssen, éste se convierte en un poderoso prisma a través del cual se comienzan a percibir otros genocidios (2002, p. 18). Gran parte de la arquitectura literaria y conceptual europea desplaza su acento teórico y empírico hacia este tema, construyendo a su paso todo un discurso global del dolor. El holocausto termina convirtiéndose entonces en la principal narrativa memorial desde entonces, en una especie de tropos universal del trauma histórico que tendrá repercusiones más allá de Europa. Sin embargo, esa preocupación por el holocausto no es nueva en Europa, refleja una dosis de angustia y reflexividad presente en la ciencia social europea desde comienzos del siglo XX por la barbarie de la razón y aparece explícita en los teóricos de Frankfurt, especialmente en Adorno y Benjamin3, y posteriormente en otros pensadores como Zygmunt Bauman, Emmanuel Levinas y Giorgio Agamben. El pasado del holocausto es leído en ellos, en tanto la crisis misma de la modernidad ilustrada. Una modernidad que en su acelerada y obsesiva marcha hacia delante, trató por todos los medios de eliminar el caos y producir el orden y la normalidad, sin poder paradójicamente eliminar del todo la ambivalencia, generando todo tipo de consecuencias perversas, entre ellas el exterminio judío, la catástrofe (shoah). El holocausto desde ésta óptica, no va a ser una simple negación de la modernidad, ni tan solo su fracaso; al contrario, será leído como la consumación del proyecto moderno eurocentrista (cfr. Bauman, 2006).

Si hay algo singular en este boom memorial del holocausto es su rápida vehiculización a través de un notorio auge de literatura especializada sobre el tema, de la emergencia de las voces de los sobrevivientes que luego de muchos años de silencio deciden contar lo que sucedió en los campos, como es el caso de Jorge Semprún, quizá con el ánimo de revivir memorias suprimidas o mal resueltas (Sánchez, 2008:18). Es notoria también, a este respecto, una avalancha de solicitudes públicas de perdones4, agenciadas por autoridades nacionales y la creación de varios museos del horror en el mundo. De otra parte, destacan obras cinematográficas, que acometen la labor de presentar el holocausto del pueblo judío como expresión de una de las mayores fábricas de indiferencia moral que en la historia del mundo moderno haya existido. La lectura del pasado reciente del holocausto pasa por una condena de la sacralización de la tecnología del exterminio y de la burocratización de la crueldad. A nuestro juicio, ése es precisamente uno de los éxitos y contribuciones performativas5 de La lista de Schindler (1993) a este giro: tratar de aleccionar al espectador sobre cuán perversa puede llegar a ser la minimización del dolor de millones de personas, generando sentimientos de culpa, dolor y vergüenza mundial por la banalización que bajo determinado régimen político se hizo de la barbarie.

Aún así, este giro hacia el pasado va más allá del tropos universal holocáustico y de una narrativa hegemónica sobre el dolor, redimensionándose en otras formas. En ese sentido, se observa una recodificación plural de las memorias, a través de una multiplicidad de relatos y narraciones sobre el pasado que comienzan a ser reconocidas y visibilizadas. Memorias convertidas en lugares de lucha social, espacios para la resistencia de las víctimas y sobrevivientes, escenarios para el testimonio, el perdón y la reconciliación, incluso memorias negadoras, y en muchas ocasiones memorias "objetos de marketing" y "piezas de museo". Se ha llegado incluso a considerar que este momento histórico es expresión de una especie de universalización de la exigencia de memoria como un deber político y jurídico (Gómez - Muller, 2007, p. 40). No en vano nuestra época es una era memorial, marcada por cierta obsesión cultural por el pasado, por el recuerdo, por la rememoración, por sus huellas. Asistimos a lo que el filósofo español Reyes Mate nombra como cultura de la memoria (2006). Nuestro mundo ha activado la maquinaria de narrar y recordar como nunca antes. Para algunos, gran parte de este fenómeno estará acompañado, de una gran dosis de ideologización de la memoria (Bensoussan, 1998); para otros, será la consumación de un presentismo, un rasgo de coyuntura (Hartog, 2003; Hartog y Revel, 2002), caracterizado por un nuevo clima de época, por un nuevo orden del tiempo y un nuevo régimen de historicidad (Koselleck, 1993).

Básicamente, la tesis del presentismo conlleva la idea de ruptura del orden del tiempo histórico, dotando de nuevas coordenadas temporales la orientación de la vida social. Desde la perspectiva de Koselleck (1993), una de las principales características de nuestro mundo moderno es que acelera la vida social al punto de abrir una brecha enorme entre el espacio de la experiencia, en el que el pasado es parte de la cotidianidad y del acervo acumulado, y el horizonte de expectativas, en el que el futuro está atado a la utopía (cfr. Koselleck, 1993). Al generarse esta brecha enorme en el mundo moderno, como dicen Lechner y Güell, recogiendo la tesis de Koselleck las experiencias rápidamente devienen obsoletas, y las expectativas de futuro crecen más y más despegadas de la realidad presente (2002, p. 64). La consecuencia directa, será, según Hartog (2003), que en nuestro presente histórico parecemos vivir un mismo instante, una especie de presente omnipresente.

En un contexto así, no es extraño que el presente pierda profundidad histórica y el pasado se celebre y se recupere, pero de forma acelerada. Es cierto, el pasado se recupera, pero también con una especie de morbo mediático, propio de una cultura del instante. Se recupera el dolor de la víctima, a través de su testimonio grabado y televisado, pero también se recupera una memoria imaginada, una memoria que se comercializa a gran escala, una memoria que se digitaliza, virtualiza, pero a costa también de la memoria vivida. Con ello no obstante, no se desmerita el papel del testimonio que, como dice Calveiro, es una construcción reflexiva de una experiencia particular, la del sobreviviente, con capacidades distintas de interrogación y descripción (Calveiro, 2006, p. 82). Sólo se asiste a un momento histórico en el que resulta imposible recuperar y discutir la memoria personal o pública sin contemplar la enorme influencia de los nuevos medios como vehículos de toda forma de memoria (Huyssen, 2002, p. 25). Esa mediatización, desde luego, tiene un tinte ideológico, puesto que los medios no transportan la memoria pública con inocencia: la configuran en su estructura y en su forma mismas (2002, p. 27). Este presentismo mediático de nuestros tiempos, termina colonizando el pasado y el futuro y transformando cualquier discurso sobre la memoria. En un mundo de relativismo y pluralidad de memorias, también se correría el riesgo de subordinar cierta dosis de verdad factual del pasado, necesaria para las luchas y reivindicaciones de ciertos sectores, a una ideología de la representación imaginaria del pasado. Esta relativización haría que cualquier relato sobre el pasado sea igualmente válido. Esto, además de encubrir modos de dominación existentes, devaluaría ciertas memorias en favor de otras (Gómez-Muller, 2007).

En esencia, este giro al pasado del mundo contemporáneo nos impone también un uso totalmente diferente de los tiempos históricos. El pasado que antes era previsible y maestro de vida, ahora resultaba imprevisible y caprichoso, pierde su carácter orgánico, perentorio y apremiante (Nora, 2008, p. 176). El futuro que antes estuvo amarrado a una utopía guiada por el ideal de la transformación del mundo, termina arrojándonos a las fosas de la incertidumbre. El presente que antes tenía la seguridad de las lecciones del pasado y en cierta medida estaba subordinado a éste, ahora está escindido entre un pasado perdido y un porvenir nada claro. Más aún, el presente termina aparentemente como el gran vencedor, domesticando el pasado y el futuro, moldeándolos a su antojo. En este tipo de presente, la historia comienza a perder su carácter canónico.

El temor de muchos pensadores, entre ellos Koselleck, y que es también expresión de la sintomatología de los tiempos postmodernos, es que la historia deje totalmente de ser la narración de la experiencia acumulada y devengue sólo en la proyección de un relato de lo venidero (Ramírez, 2008). Pero más allá de que este temor sea o no válido, lo cierto es que el lugar que por tanto tiempo ocupó la historia como maestra de vida, lo ocupan hoy las memorias que son las pedagogas del aquí y del ahora. Memorias manufacturadas, sofisticadas, construidas a la medida de nuestro tiempo, por diversos agentes e instituciones. Aún así, lo interesante de este momento es que si bien el pasado y el futuro parecen desdibujarse y perder densidad en un omnipresente permanente, es también el momento en el que con más fuerza quiere recuperarse su sentido, es por eso que el giro hacia el pasado es en esencia un giro hacia la rememoración en busca de sus huellas (Lechner y Guell, 2002, p. 65).

Ahora bien, sin situarnos de lleno en la discusión sobre la dignidad o herejía del presentismo, o sobre la perversidad de ese síntoma de época es posible destacar el papel performativo del pasado recuperado en este escenario. Quiérase o no, asistimos hoy a un momento histórico donde no se recupera sólo un pasado frívolo, sino también aquel que sirve para enlazarnos intersubjetivamente. En esa medida, ese pasado no sólo vive en los recuerdos íntimos y en la memoria de círculos restringidos, sino que es parte del recuerdo social e irrumpe periódicamente en la actualidad (Dumon, 2007, p. 3). Además, el pasado recuperado puede ser usado de múltiples maneras en nuestro presente, de allí su funcionalidad y resignificación dependiendo del contexto histórico y las experiencias subjetivas. En unos casos, puede ser recuperado por las víctimas para evitar el olvido selectivo, aquel que es impuesto oficialmente o instrumentalizado políticamente. De acuerdo con Walter Benjamin, sería algo así como recuperar la memoria de un pasado ausente de la historia, que en últimas, es el pasado de los vencidos (2005). En otras situaciones, el pasado es recuperado por una nación, o por grupos subalternos, como depósito de trauma, como archivo del dolor, que les permite a mediano plazo administrar, tramitar y hacer inteligibles culpas, perdones y reconciliaciones (Castillejo, 2009). Quizá también el pasado reconstruido sirve, en el marco de un movimiento de reparaciones a escala internacional, para reparar moral, social y jurídicamente a los afectados históricos. En ese sentido, el pasado se judicializa y termina deviniendo en un instrumento de justicia (Juliá, 2006). También puede ser utilizado para reconocer la vida presente y los proyectos futuros (Jelin, 2002a, p. 69). O quizá batallado para discutir de nuevo, refundar o demoler la identidad misma de [nuestras naciones] y de nuestras democracias surgidas de aquellos hechos (Portelli, 2003, p. 27).

De otra parte, el giro occidental hacia el pasado lleva implícito una especie de antídoto ante el miedo y el riesgo de olvidar. Pareciera ser que Europa y Norteamérica, según las mismas palabras de Huyssen, estuvieran invocando cada vez más el pasado como un baluarte que [...] les defienda del miedo a que las cosas devengan obsoletas y desaparezcan, un baluarte que les proteja de la profunda angustia que genera la velocidad del cambio y los horizontes del tiempo y espacio cada vez más estrecho (2002, p. 32). Una memoria muralla que les proteja ante la indiferencia por las cosas importantes, una coraza anidada de recuerdos y añoranzas que les permita curar las heridas que la indolencia produce.

Sin embargo, esta memoria baluarte puede desencadenar en estas mismas sociedades, en la fabricación de una ilusión, en la manufactura de cierto pasado invocado con añoranza, una especie de pasado reciclado que al recuperarse entretiene, pero que no dota de seguridad ontológica alguna. Es quizá el fatum de esa modernidad que el sociólogo Zygmunt Bauman denomina líquida, una en la que el hombre contemporáneo parece encontrarse con otros sólo para compartir intimidades, pero no proyectos de cambio. En una sociedad de este tipo la búsqueda por la memoria no sería más que un antídoto, una memoria prótesis para conjurar la fragilidad y fugacidad de los lazos, pero a lo sumo a partir de la construcción de comunidades de preocupaciones compartidas, ansiedades compartidas u odios compartidos, pero en todo caso comunidades perchero (Bauman, 2000, p. 42).

No obstante, la Europa contemporánea también se enfrenta a sus pasados recientes de maneras densas y problemáticas. En 1996, el jefe de Estado francés reconoce, luego de 50 años de silencio, la responsabilidad del Estado en los crímenes perpetrados durante el régimen de Vichy, entre 1940 y 1944. Un año después, la Comisión de derechos humanos de la ONU aprueba el informe Joinet6 sobre la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos, donde el derecho a la verdad se conjuga con el deber de memoria. El 10 de mayo de 2001 se celebra en Francia, en medio de intensas polémicas, el día de la memoria de la esclavitud (cfr. Gómez - Muller, 2008). En España, desde los años noventa y hasta el día de hoy, con la polémica Ley de Memoria Histórica, aprobada por el gobierno de Zapatero, se asiste a una emergencia de discursos sobre su memoria histórica, especialmente la que pretende reconstruir las huellas del conflicto entre fascismo y antifascismo y recuperar la memoria de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura de Franco (Ruiz, 2007)7. Todos estos procesos políticos y experiencias sociales lo que reflejan es una enorme diversificación y pluralidad de esfuerzos de recuperación memorial, que pasan también por otros medios y canales, por ejemplo, la escuela, los avances técnicos (la internet) y las nuevas formas de creación artística. Además de ser hoy más que nunca la memoria, sus políticas, sus usos, sus resignificaciones y sus repertorios, objeto de estudio de diversos científicos sociales.

Finalmente, éste giro deja abierta la pregunta de ¿cómo transcender el inmediatismo memorial de nuestras sociedades? Una posible respuesta está en una permanente reconstrucción histórica de lo que somos y de lo que hemos sido, que dé cuenta de las deudas con el pasado, que permita historizar el recuerdo, pero que también pluralice las historias. Aunque en este contexto también es válido preguntar, como dice el filósofo español Reyes Mate ¿cuáles son las exigencias irrenunciables del pasado? Sobre todo cuando de por medio está el pasado de los vencidos (Reyes Mate, 2006). En este contexto, las ciencias sociales y la historia tendrán la responsabilidad de darle el lugar que les corresponde a las voces de los actores, a sus prácticas y a los sentidos que enuncian...reconociendo el enorme valor de los trabajos de la memoria para la construcción de un relato histórico en el que la densidad de lo vivido en el pasado permita cierta iluminación del futuro (Calveiro, 2006, p.85) Pero el reto será ir más allá de la elaboración de una memoria histórica para filtrar el pasado; el reto será construir también a través de esta memoria histórica densa, horizontes de futuro para nuestras sociedades (Lechner y Güell, 2002)

El rol de la memoria y de la historia

Aunque el historiador Enzo Traverso (2007) nos dice que la palabra memoria estuvo ausente del debate intelectual en las décadas de 1960 y 1970 y que solo penetró profundamente en el debate historiográfico a partir de los años ochenta8, lo cierto es que la reflexión sobre su naturaleza e impactos no es nueva en la ciencia social. De hecho, uno de los pioneros en este tipo de debate fue el sociólogo francés Maurice Halbwachs, quien introduce su célebre tesis de los marcos sociales de la memoria como cemento de la sociedad. Halbwachs busca explicar la articulación de la memoria a una conciencia social que nunca está encerrada en sí misma, que no recuerda aisladamente, que no se aparta de los marcos sociales donde se gesta y madura el recuerdo (Halbwachs, 2004; 2005).

El papel de Halbwachs será además muy importante como antecedente del giro hacia el pasado, dado que es uno de los primeros en reconocer de entrada que, si bien la memoria y la historia tienen que ver con el pasado y con su recuperación en el presente, ambas producen una representación diferenciada del pasado. Así, mientras la memoria vivencia el pasado, la historia lo racionaliza. La historia comienza allí donde la memoria colectiva ha comenzado a apagarse. Para la memoria, el pasado se extiende en el presente como sentido, para la historia el pasado se reproduce a nivel de dato. La historia es una, las memorias son múltiples; la primera es un cuadro de cambios, las segundas se concentran en las similitudes. La historia es lápida del tiempo, la memoria es marco vivo del pasado. Además, desde su óptica, nuestra memoria no se basa en la historia aprendida, sino en la historia vivida (Halbwachs, 2005, p.60) y la historia termina siendo el epitafio de los hechos pasados, como un cementerio donde el espacio está limitado, y donde hay que volver a encontrar constantemente sitio para nuevas tumbas (Halbwachs, 2005, p.54).9

La influencia de Halbwachs, llegará hasta Paul Ricoeur, quien dirá en algún momento, que la memoria busca la fidelidad, mientras la historia persigue la verdad (2007), o hasta Pierre Nora, quien asumirá que la historia tiende a la inteligibilidad del pasado, y por tanto es crítica, mientras que la memoria remite a las formas de la presencia del pasado que aseguran la identidad, y por tanto es totémica (Nora, citado por Lavabre, 2007). Aún así, estos dos autores se distancian del sociólogo francés. Ricoeur, específicamente, le criticará su visión reificada de la memoria y de la historia. La memoria no es sólo un dato, sino un conjunto de huellas dejadas por los acontecimientos que han afectado al curso de la historia de los grupos implicados (Ricoeur, 1999, p.19). Además, la historia al igual que la memoria termina siendo múltiple, y aunque busca la verdad, no debe olvidarse que la verdad no es un criterio absoluto de validez. Nora (1998), a contravía de Halbwachs, hablará de la importancia de las memorias nacionales, como aquellos escenarios donde se solidifica el patrimonio y la identidad de una nación. Esta memoria nacional estará condensada y vehiculizada a través de los llamados lieux de mémoire.

De todas formas, como bien lo han señalado varios autores, los debates epistemológicos sobre la relación entre memoria e historia, adquieren relevancia, profundidad y alcances significativos tanto académicos como políticos, a mediados y finales de la década de los años setentas del siglo XX, especialmente en Francia. Y esto es así, precisamente, por lo decisivo del giro hacia el pasado en esas sociedades, en un momento atravesado, como ya vimos en los dos apartados anteriores, por enormes mutaciones sociales e históricas, cruciales para las sociedades europeas del este y del oeste, que, incapaces de sostenerse en sus historias nacionales resquebrajadas por las dos guerras mundiales, la crisis del estado de bienestar, la erosión del socialismo y el desgaste de los grandes metarrelatos históricos, como el marxismo, comienzan también a reabrir el baúl de sus memorias reprimidas o silenciadas.

En este escenario, Pierre Nora, Jacques Le Goff, Paul Veyne, Michel de Certeau, Roger Chartier, y muchos más, respaldan ese gran proyecto francés de la nueva historia. Este proyecto se caracteriza por la emergencia de la relativización del conocimiento histórico, la crisis de inteligibilidad del relato histórico y la preocupación por la memoria en tanto un objeto más de la historia cultural y social (cfr. Lavabre, 2007; Allier, 2008b). La reflexión sobre la memoria se traslada entonces de la sociología a la historia, específicamente aquella que cuestiona y comienza a abandonar los 'tiempos fuertes' por una memoria cotidiana de las 'pequeñas gentes ': pueblos, mujeres, inmigrantes, marginales (Allier, 2008b, pp. 170-171). Pero al trasladarse a la historia, esta disciplina de alguna forma sufre una transformación radical.

Un rol central en este campo, sin lugar a dudas, lo juega Pierre Nora, quién acuña la célebre noción de lugar de memoria para designar los lugares donde se cristaliza y se refugia la memoria colectiva. En sus propias palabras, con esta noción abstracta, puramente simbólica, se buscaba desentrañar la dimensión rememorativa de los objetos materiales e inmateriales...[se buscaba] explorar un sistema simbólico [...], la construcción de un modelo de representaciones (Nora, 1998, p. 32). Lo interesante, es que si bien recupera a Halbwachs, enfatizando en el carácter social y espacial de esos modelos de representación, su discusión toma la forma de un vuelco de lo histórico hacia lo memorial (Nora, 2008, p. 185). Su interés se orienta en suma a hacer la historia de la memoria (Allier, 2008a, p. 89) y a ayudar en la tipificación de un estilo de relación con el pasado, colocando en evidencia una organización inconsciente de la memoria colectiva...y la manera en que el presente los utiliza y los reconstruye (Nora, 1998, p. 33)

Influenciados por el giro epistemológico en las ciencias sociales, que plantea, como ya vimos arriba, una cierta heterodoxia en la producción de conocimiento y en la forma de construir los relatos sobre el mundo, esta generación será sensible a colocar la memoria en registros más flexibles y plásticos que les permitan interrogar el presente e incluso superar la oposición radical entre memoria e historia. Así, la intención de Nora será regresar al hoy, para intentar comprenderlo mejor (Allier, 2008b, p. 174). En su caso, ese regreso implica revisar la rápida desaparición o fractura de la memoria nacional francesa y, por ende, realizar un inventario sobre los lugares donde ella se había encarnado, y a partir de ese dictamen, reescribir nuevamente la historia francesa.

El asunto es que, si bien para Nora ese vuelco hacia lo memorial, fue absolutamente revolucionario en la historia, generó también una serie de implicaciones epistemológicas que resuenan hasta el día de hoy en los estudios sociales sobre la memoria. Dos de ellas fueron: la subversión y erosión del modelo clásico de conmemoración nacional [...] y su sustitución por un sistema [...] que supone una relación diferente el pasado, más electiva que imperativa, abierta, plástica, viva (Nora, 2008, p. 172); y el desmoronamiento de la historia como mito portador del destino nacional (Nora, 2008, p. 191). Con la primera, se sustituye un viejo modelo de celebración, que descansa en el orden, la jerarquía y la soberanía nacional, por un modelo más laico, democrático, plástico, construido desde abajo. Con la segunda, se asiste a la desintegración de un marco unitario de explicación de la nación francesa y a la emergencia de múltiples memorias nacionales.

Dadas las cosas así, la historia ya no puede fijar la veracidad de los hechos (pasados), sino tratar de comprender el sentido del testimonio (presente), de sus silencios, de sus imprecisiones como una forma de construcción de la memoria (cfr. Hartog, 2003; Rabotnikof, 2007a). Por su parte, la memoria toma cierta delantera a la historia, en una especie, para algunos, de delirio presentista o instrumentalización del pasado. En ese sentido, Hartog (2003), Nora (2008) e incluso el mismo Todorov (2000), llegarán a afirmar que sobre la base de este delirio, se termina abusando del pasado. Para el historiador Henry Rousso (2001), aspecto que también van a compartir Santos Juliá y Julio Aróstegui, el problema frente a este tema, no es que hoy nuestras sociedades estén más atentas que antes a conservar el pasado e inclusive a exhumar los aspectos más difíciles del mismo; el problema en el fondo es la ideologización de la memoria. Con esta ideologización se podría estar cayendo en algo así como una especie de bulimia conmemorativa (el término es de Nora) producida por una memoria que satura y le rinde un hiperculto al testimonio, quizá con el único objetivo de conjurar sus fantasmas y sus culpas no saldadas (cfr. Rabotnikof, 2007a).

En ese marco contextual y teórico, no es extraño entonces que asistamos a un espíritu de época que favorece como nunca antes la reconstrucción y la puesta en escena de las narrativas testimoniales (Sarlo, 2005) y, por ende, a la emergencia de cierto culto por el relato. Decíamos arriba que nos corresponde asistir a la era memorial; habría que agregar además que es el tiempo de los relatos, el tiempo de las víctimas y de los sobrevivientes (Sánchez, 2008) y de un proceso interno, tanto de relativización de las verdades históricas, como de crisis del canon interpretativo del experto. En un contexto de este tipo, el giro cultural hacia el pasado es también un giro hacia las políticas del pasado. Unas políticas que se preocupan por la forma institucional y social como se tramita, gestiona e interpreta el pasado de una sociedad (Barahona de Brito, 2002) Lo relevante aquí, es que estas políticas contribuyen, a tomar a cargo públicamente, en el presente y para el futuro, el pasado de inhumanidad (Gómez-Muller, 2008, p. 13), además de permitir descentrar el pasado única y exclusivamente del terreno académico de la ciencia social, trasladándolo a un tema de agenda política, a una preocupación de diversos motores y experiencias organizativas y comunitarias que reivindican y producen también sus propias recodificaciones sociales y políticas. Quizá en este último punto esté la apuesta de América Latina por este giro.

El giro hacia el pasado desde Latinoamérica

¿Cuál es la implicación para las sociedades latinoamericanas de este giro? Sin lugar a dudas es realmente decisivo para nuestras sociedades por varias razones. No se trata sólo de la recuperación de cualquier pasado, sino de pasados traumáticos producidos por formas variadas de violencia y conflicto, además de expresiones diversas de exclusión y marginación. Pasados nacionales que al día de hoy siguen generando exceso, transgresión e instrumentalización de la condición humana (La Capra, 2005). Además, siguiendo a Barahona de Brito (2002), no es exagerado afirmar que el pasado latinoamericano es visible y está presente en grado variable para unas sociedades que aunque tienen la intención de recuperar y procesarlo, siguen ampliamente temerosas, dado que estos pasados fueron históricamente mal tramitados. Pero, además, sobre estos se ha impuesto y fabricado, social y políticamente desde diversos actores, unos silencios infames, dado que se conoce la historia pero se calla (Lechner y Güell, 2002, p. 72). Se trata además de un giro hacia unos pasados que luchan por no ser presa fácil del olvido institucional, como se hizo con Punta Carretas en Uruguay, donde un antiguo centro penitenciario terminó convertido en un centro comercial; o pasados que luchan por no quedar confinados y exhibidos como simples piezas de museo, aunque desde luego en América Latina, como de hecho pasó también en Norteamérica y Europa, también esté al orden del día la musealización de la experiencia traumática10.

Ahora bien, una de las principales implicaciones del giro hacia el pasado para nuestras sociedades es que ocurre en contextos diferenciados de demanda y deber de memoria desde actores sociales diversos. Todos ellos, independientemente del sentido y finalidad de sus luchas, buscan generar, construir y posicionar espacios para la verdad, la justicia y la reparación, posicionamiento que opera en escenarios no neutrales, sino de lucha y disputa políticas por la representación del pasado. En ese sentido, para las sociedades latinoamericanas, los intentos de hacer frente al pasado están determinados por el carácter y los legados de la represión y de los gobiernos autoritarios, así como por el carácter del proceso de transición y por diversos factores políticos, institucionales y legales que condicionan la época posterior a la transición (Barahona de Brito, 2002, p. 242).

Precisamente, en países que vivieron períodos dictatoriales como Brasil, Chile, Argentina, Uruguay y Guatemala, el pasado de represión determinó la memoria nacional que se legitimó. Al punto de monopolizarse bajo un relato político dominante, donde 'buenos' y 'malos' estaban claramente identificados [...] la censura fue explícita y las memorias alternativas fueron subterráneas, prohibidas o clandestinas (Barahona, Aguilar y González, 2002, p.41). Sin embargo, con los procesos de transición a la democracia se habilitaron también ciertos espacios políticos y públicos para reconocer el trauma, para conmemorar a las víctimas, para visibilizar la parálisis y el silencio que hubo durante las dictaduras. Con las transiciones, sobrevino también un giro al pasado de la represión, donde víctimas y sobrevivientes tuvieron voz para consignar y expresar lo que les sucedió. En este sentido, lo que refleja América Latina, es que en la gestión e interpretación de sus pasados, entran en juego y en tensión las memorias oficiales y las memorias sociales. Ambas políticas hacia el pasado, las institucionales y las sociales, las históricas y las colectivas, resultan ser instrumentalizadas para legitimar discursos, crear lealtades y justificar opciones políticas (Barahona, Aguilar y González, 2002, p. 69).

De todas formas, si bien la transición implicó con ese giro hacia el pasado traumático, nuevas lecturas del pasado y nuevas narrativas emblemáticas sobre lo que aconteció (Crenzel, 2008; Rabotnikof, 2007b), la memoria consensuada de la transición se tornó problemática en algunos países. El caso chileno es bastante ilustrativo al respecto. Aquí el giro hacia el pasado tuvo una doble cara. A través de un plebiscito constitucional, hacia la democracia, el contexto sociopolítico que vivió después afectó enormemente la manera en que se intentó recuperar el pasado y procesar la verdad histórica. Según Lechner y Guell (2002) con la transición se legitimó políticamente la democracia como el mecanismo formal para procesar los conflictos, pero a la vez se construyó socialmente una política del silencio. La diada democracia y silencio fue la constante para garantizar la concertación. A través de este caso, se refleja que el giro transicional del Cono Sur, y los países centroamericanos, al menos en sus comienzos estuvo dominado, por la primacía de las necesidades de paz y reconciliación nacional sobre las exigencias de castigo a los grandes violadores de derechos humanos (Cortés, 2008, p. 88). En Colombia, posiblemente estemos pasando por una situación similar, dado que en medio del conflicto armado la apuesta por la justicia transicional ha puesto de relieve la precariedad e inestabilidad entre la sanción a los criminales y la búsqueda de paz, entre la recuperación de la memoria histórica y jurídica del conflicto a favor de las víctimas y la reconciliación a favor de la unidad nacional (Uprimny y Safón, 2006; Uribe, 2008)11.

Con el tiempo, el giro hacia el pasado en Latinoamérica ha mostrado que en la medida en que existe una disputa por la representación del recuerdo traumático en distintos sectores, se activa la participación de viejas y nuevas generaciones de luchadores y mantenedores de las memorias en estos países. Estos sectores sociales y políticos que son a la vez los motores de la memoria han comenzado con fuerza a cuestionar, ampliar, matizar, recuperar y procesar de distintas maneras las memorias silenciadas y subalternas que no habían emergido antes. Sus luchas están articuladas a la disputa por el poder de enunciación (Jelin, 2006) desde una condición o trayectoria social o política particular, sea esta de víctima, sobreviviente, ciudadano, testigo de excepción, gobierno, miembro de un colectivo de derechos humanos o experto, entre otros. Independientemente del sentido y finalidad de las luchas de estos motores, lo que evidencia la experiencia latinoamericana es que a través de sus luchas, se posicionan espacios más amplios para la verdad, la justicia y la reparación. De hecho así lo han entendido las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina, o HIJOS12 en varios países. Muy posiblemente estén haciendo lo mismo hijos, hijas y familiares de los desparecidos en Colombia.

Además, si algo nos enseña este giro en América Latina, es que el pasado siempre estará sujeto a procesos de historización continuos para evitar ambigüedades y falta de coherencia. Todos los cuestionamientos deben tomarse siempre en cuenta; más aún, es necesario que ocurran, dado que a los principios de reactualización y pluralización deben estar sometidas las memorias, las cuales al fin de cuentan no están para clausurar el pasado, sino para someterlo constantemente a escrutinio y discusión pública. Esto ha acontecido recientemente en Guatemala, con cuestiones tan delicadas como la reparación a las víctimas y la justicia con los perpetradores de hechos violentos de la guerra civil que enfrentó Guatemala durante más de 30 años (cfr. Impunity Watch y Convergencia por los Derechos Humanos, 2009). De hecho, ya está pasando en Colombia, respecto a los procesos judiciales y de reparación emprendidos por Justicia y Paz o al trabajo de acompañamiento de las víctimas liderado por la CNRR. Además, estos escrutinios permanentes, están teniendo efectos importantes para las organizaciones de víctimas en sus luchas a mediano y largo plazo por derrotar la impunidad histórica, y alcanzar el reconocimiento de sus búsquedas de memoria, justicia y verdad (Cfr. Díaz, Sánchez y Uprimny, 2009).

Finalmente, si algo nos enseñan las experiencias recientes de Argentina, Chile, Uruguay, Guatemala o Perú, y quizá la que está aconteciendo actualmente en Colombia -donde se han adelantado en el marco de ese giro hacia los pasados de la represión, comisiones de verdad, de esclarecimiento y de reconciliación- es la riqueza de intencionalidades, formas y sentidos políticos, sociales y culturales que toman el recuerdo y el olvido para esas naciones en distintas coyunturas históricas. Por ejemplo, todas ellas permiten entrever ¿cómo?, ¿cuándo? y ¿con qué intereses? el pasado llegó a formar parte de un programa gubernamental o quedó ausente del mismo. Además, dejan traslucir el enorme potencial y significado que cobra el pasado en manos de quienes realizan el ejercicio de investigación (sea éste académico o judicial), o de quienes lo utilizan como instrumento de lucha. Con todo ello también arrojan un balance de las enormes limitaciones y costos sociales y económicos que enfrentan las prácticas de justicia restaurativa, de búsqueda de verdad judicial o histórica y de reparación integral, especialmente cuando se pretende crear y sostener en el tiempo escenarios posconflicto y consolidar procesos democráticos rotos o deficitarios.


Pie de página

2Tres libros fueron decisivos en este ambiente de mediados de los años cincuenta dado que analizaban el conflicto social sin considerarlo una patología social o un elemento disfuncional o destructivo, como había sido el legado de cierto funcionalismo canónico. El libro de Ralf Dahrendorf, Class and Class Conflict in Industrial Society, el de Max Gluckmann, Custom and Conflict in Africa, y el de Coser, The Functions of Social Conflict. Para una visión del impacto intelectual de los mismos en la formación sociológica de entonces se recomienda Coser (1993).
3Un trabajo aparte merecería la reflexión de Walter Benjamin sobre el pasado, su historicidad y su recuperación en el presente.
4La discusión sobre el impacto y problemas que encierran los discursos, las lógicas y las prácticas de perdón en el siglo XX ha sido bellamente abordada por Derrida (2003).
5Esta performatividad tiene connotaciones diferenciadas sobre el pasado del holocausto, según sea el material visual que se analice. La "Lista" destaca en ese pasado, la memoria de un alemán (Oskar Schindler) y sus rasgos de "humanidad" con los judíos en medio de la catástrofe. El documental "Shoah" de Claude Lanzmann, de 1985 y de nueve horas de duración, se centra en mostrar los "testimonios" de víctimas, testigos y verdugos. Desde sus voces rescata una visión sobre la radicalidad de la muerte. La película de Spielberg de indudable factura, se concentra en la angustia y retos que depara la sobrevivencia diaria para los judíos pero lo lee a través de la figura heroica de Schindler; la de Lanzmann no se centra en el heroísmo, sino en la "exhumación del recuerdo" de los testigos de aniquilación de un pueblo.
6Louis Joinet, jurista francés y relator de las Naciones Unidas.
7Este tema es analizado en los trabajos de Paloma Aguilar, Josefina Cuesta Bustillo, Santos Juliá, Julio Aróstegui, entre otros.
8Según Traverso (2007), el término memoria no aparece en la Internacional Enciclopedia of the Social Sciences publicada en Nueva York en 1968, ni en la obra colectiva Faire de l'histoire (1974) dirigida por Jacques Le Goff y Pierre Nora, y tampoco aparece en el Vocabulary of Culture and Society (1976) de Raymond Williams, uno de los pioneros de la historia cultural. Aún así, pocos años después el concepto hará emergencia rápidamente en la literatura historiográfica. Para una ampliación del tema consultar también (Ruiz, 2007).
9Un problema central que genera esta visión de Halbwachs es que dado que la "historia comienza en el punto donde termina la tradición viva" (Halbwachs, 2005, p.80), es imposible entonces desde su perspectiva pensar en una historia del tiempo presente o en una historia reciente. Algunos autores han ampliado de forma sobresaliente este debate sobre las implicaciones y naturaleza de la historia reciente, especialmente Franco y Levín (2007).
10Es importante aclarar aquí, siguiendo a Gómez - Muller (2008) que estos espacios no son simplemente museos en el sentido tradicional y devaluado de "colección de objetos del pasado". Son ante todo espacios vivos y actuantes para la reflexión, la formación pedagógica, la práctica artística, la resistencia memorial y el mantenimiento de los repertorios e iniciativas culturales y políticas de las víctimas. En Chile, Argentina, Perú, Uruguay existen experiencias diversas al respecto. Piénsese por ejemplo, en el museo de la Memoria y Parque de la Paz en Villa Grimaldi creado en Santiago de Chile, en 1997. También en la inauguración del museo para la Memoria y para la promoción y Defensa de los Derechos Humanos, creado en 2004 en Buenos Aires por el gobierno de Néstor Kirchner, en las locaciones de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), símbolo emblemático de la represión. También está el caso del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Chile, inaugurado en enero del 2010, por la presidenta Michelle Bachelet para honrar las víctimas de la dictadura de Pinochet. En Bogotá, también está el Centro del Bicentenario: Memoria, Paz y Reconciliación por la Secretaría de Gobierno de la Alcaldía Mayor. También en nuestro país, ejemplos de estos espacios entre muchos otros, son el "Parque Monumento" dedicado a la memoria de las víctimas de Trujillo, Valle; las Galerías de la Memoria, iniciativa agenciada desde la Fundación Manuel Cepeda Vargas y el MOVICE (Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado) y la Galería de la Memoria Tiberio Fernández Mafia en la ciudad de Cali.
11La reflexión sobre los alcances, limitaciones, desafíos de la búsqueda de justicia, verdad y memoria histórica en medio del conflicto para el caso colombiano escapa a los intereses de este artículo. Sin embargo, somos conscientes de la importancia del debate, especialmente de las múltiples implicaciones del "giro hacia el pasado" en un contexto de conflicto latente, lecturas negadoras del mismo, violencias recicladas, múltiples formas de victimización e impunidades históricas. Se recomienda en este sentido revisar Jaramillo (2010a; 2010b).
12Agrupación Hijos por la Identidad y la Justicia contra el olvido y el silencio, fundada hace más de 13 años en Argentina, la cual ha sido replicada en muchos países de América Latina.

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